Si somos lo que comemos, definitivamente los mexicanos somos hombres de maíz. Basta leer el menú de un restaurante de lujo o de una humilde fondita, caminar por las principales plazas de nuestro país, asomarnos por las ventanas de las cocinas o dejarnos seducir por los relatos míticos, en donde se cuenta que los primeros hombres fueron hechos de maíz, la insignia de nuestra estirpe.
Hijo, padre y madre a la vez. El maíz, la planta de maíz, fue el primer tótem: antes que el águila, el jaguar, la serpiente, el pez.
Andrés Henestrosa
En todos los aspectos sociales de México, y en algunos países de Centroamérica, nos beneficiamos de las dádivas de esta planta; no es fortuita aquella atinada frase que dice: “sin maíz no hay país”, pues desde el punto de vista de la agricultura y la economía, México es el centro de origen, domesticación y diversificación de este grano, además de ser el principal país que lo produce y exporta a otras fronteras. Desde el punto de vista histórico, esta planta milenaria es la protagonista de vestigios arqueológicos, literarios, religiosos y artísticos que evidencian su antigüedad en tierras americanas, así como la importante carga simbólica que tenía para todas las culturas mesoamericanas.
Sin embargo, es en el terreno de la gastronomía donde el maíz hace su acto triunfal. Definitivamente no es mexicano quien nunca haya dicho –o sentido– que su comida no está completa sin tortilla, y es que además de un alimento, la tortilla es un instrumento, como dijo Salvador Novo: “es nuestra cuchara comestible y el seguro tenedor para el cuchillo de nuestros dientes” pero, sobre todo, es la base del máximo regalo que nos pudo haber dado el dios del maíz: el taco. Los hay desde los más sencillos, con guacamole, salsa o de plano de pura sal, que entretienen la panza mientras se espera en la fila de la tortillería, hasta los más complejos, con escamoles, chicharrón prensado y suculenta barbacoa, en fin, hay tacos hasta donde la imaginación barroca del mexicano llegue. La tortilla, tan dócil y versátil se reinventa en una larga lista de platillos, muchos de ellos sin diferencia alguna para los extranjeros con un paladar ajeno al maíz y mal acostumbrado a los corn flakes, a ellos les decimos que los tacos y las quesadillas, o bien las enchiladas y los chilaquiles son lo mismo pero no igual.
Aunque en el ámbito culinario es donde esta prolífica planta es más adorada, también da mucho de qué hablar, pues en nuestro refranero popular tiene un lugar privilegiado, probablemente haya tantos dichos de maíz como platillos que lo contienen, como el de “le está lloviendo en su milpita”, “éste no siembra maíz por miedo a las urracas” o qué tal el de “no le hace que duerman alto. Echándoles maíz se apean”, aludiendo a que no importa lo difícil que sea conquistar a una mujer, siempre se consigue a base de regalos y piropos.
Sí, mucho hemos heredado de las antiguos pueblos mesoamericanos, sin embargo, mucha también es la innegable carga cristiana que hoy convive con lo indígena, resultado del contacto con los conquistadores españoles; no obstante, nuestra relación –gastronómica, histórica, ritual, lingüística, económica, alimenticia– con el maíz, es quizá, el legado más auténtico y prehispánico que hemos conservando, y no como un incólume vestigio sólo admirado en la vitrina de un museo, sino como un ser vivo que nos acompaña en cada uno de nuestros actos cotidianos. Reafirmando una y otra vez que de maíz es nuestra carne, nuestro corazón.