Dentro de la poesía popular mexicana existe una peculiar composición que ha sido recitada por varias generaciones. Aunque actualmente y por desgracia poco a poco va quedando en el olvido, sus primeras líneas aún evocan una multitud entera de emociones:
“No es por hacerles desaigre…
Es que ya no soy del vicio…
Astedes mi lo perdonen,
pero es qui hace más de cinco
años que no bebo copas,
onqui ande con los amigos…
¿Qué si no me cuadra?… ¡Harto!
Pa que he di hacerme el santito:
he sido reteborracho;
¡como pocos lo haigan sido!
¡Perora si ya no tomo,
manque me lleven los pingos!…”
Se trata, desde luego, de “Por qué me quité del vicio”, de Carlos Rivas Larrauri, cuya vida y obra bien vale la pena regalarles una mirada.
El poeta nació junto con el siglo pasado, en 1900, en el corazón de la Ciudad de México. Su vena literaria la adquirió de su madre; una modesta ama de casa que era aficionada a la lectura de los clásicos y que, incluso, llegó a garabatear algún poema de su autoría. En cuanto a su padre, era un ranchero, un charro de los de antes. Sus únicos defectos fueron dos: su insaciable gusto por la bebida y el haberle heredado este gusto a su hijo. Así es, el destino de Carlos Rivas se escribió en una botella.
Cuando tenía cinco años, se trasladó con su familia a la ciudad de Pachuca, que en ese entonces era pequeña, provinciana y regida por las dos industrias en boga: la minería y las haciendas pulqueras. Con los mineros aprendió el código secreto con el que aquellos trabajadores se comunicaban bajo tierra: el albur (es bien sabido que justo en las minas pachuqueñas se perfeccionó esta peculiar forma de relacionarse, de insultarse y de divertirse al mismo tiempo). Del pulque aprendió… a bebérselo.
A los 30 años abandonó la Escuela de Comercio para comenzar a trabajar como secretario en una Escuela Normal Rural. Para entonces, ya publicaba algunos de sus poemas en diversas revistas de la capital. Su ingenio poco a poco comenzaba a ser celebrado por la gente, aunque jamás por la crítica. Para los sesudos críticos, la obra de Carlos Rivas era grosera, vulgar, de pésimo gusto, sin valor literario y destinada al más justo de los olvidos.
Lo cierto es que al poeta esto no le importaba demasiado. Lo suyo era la lectura, la escritura, esa forma de vivir sin que existiera un día después. No en balde lo corrieron de la Normal a causa de su excesiva vida bohemia, por lo que consiguió empleo como inspector de mercados y después probó suerte como bracero en los Estados Unidos. Sin embargo, en todos los empleos y en todos los sitios a los que llegaba, el mismo destino lo alcanzaba: era despedido, y no de la mejor manera, debido a su afición por el alcohol.
Derrotado, comenzó a vivir con una de sus tías, de buena posición, en la colonia San Rafael, en la Ciudad de México. No obstante, su mente y sus deseos estaban muy lejos de aquella cómoda clase media, por lo que rentó una pequeña habitación primero en el barrio de Tepito y después en la Candelaria de los Patos, barrios en los que se dio a la tarea de hacer lo que más le gustaba: escribir y beber. Plasmó en versos la realidad que veía todos los días entre las clases más pobres y desprotegidas. Ésta es la virtud de su poesía: nos habla de las clases bajas de principios de siglo, y lo hace con sus palabras, con las de ellos, con ese hablar cantadito propio de los cinturones de pobreza de aquel tiempo.
“El que quera saber quén es esa / pobre vieja que chilla hartas lagrimas, / cuando está más macizo el regumbio / di alguna posada, / que pregunti a cualquiera que viva / dendí hace diez años por la Candelaria, / y pue que no inore / quén es doña Inacia…”.
Junto con otros bohemios fundó una revista literaria de corta duración llamada Vea, cuyas oficinas eran las diversas pulquerías que, por entonces, abundaban en el centro de la ciudad.
Carlos continuaba escribiendo y publicando. Utilizaba el lenguaje secreto de las prostitutas, de los macapaleros, de los pajarilleros, de los reposteros y azucareros, de los talabarteros, burócratas, chafiretes, organilleros y, desde luego, del peladaje en general. Esto mismo es lo que horrorizaba a las rectas conciencias. Esto y el hecho de que sus poemas eran más bien prosas melancólicas con sabor a pueblo, a derrota, a júbilo pulquero, a tragedia de barrio.
Algunos de sus amigos, que creían fielmente en él, reunieron dinero y voluntad y lograron editar un pequeño libro en el que se encontraban todos los poemas que hasta entonces había publicado en revistas. El título del libro fue “Del arrabal”. Era el año de 1931 y desde Tlaxcala comenzó a circular el librito con 26 poemas y un tiraje de 300 ejemplares. Tres años más tarde, el tiraje aumentó a mil, después a mil 500… Incluso después de la muerte del poeta, su obra continuó difundiéndose entre declamadores y ciertas revistas de curiosidades.
En vida, Carlos alcanzó a ver publicados otros dos libros de su autoría: “Rimas del pueblo” y “Diez romances y otros poemas”.
Las últimas ediciones de “Del arrabal” –publicadas a finales de la década de los noventa– incluyen 43 poemas y un glosario de términos utilizados (“achichincle”, “caerse cadáver”, “carranclán”, “chagüiscle”, “chínguere”, “flais”, entre otros).
Los títulos de sus poemas son igualmente emblemáticos: “¡En las mesmas losas!”, “¡Ansinita mesmamente!”, “No li aunque que nazcan chatos”, “Probecita de Remedios”, “¡Más vale no tener madre!”, “Yo lo desculpo”.
Es importante aclarar que Carlos, aunque dominaba el caló, la tatacha, la tatacha-fu, el caliche, el caliche ratonero, el lenguaje alvaradoreño y demás jerga callejera, no hablaba de este modo en su vida diaria. Al contrario; presumía una amplia cultura debido a que durante toda su vida devoró libros.
Su obra se cataloga junto con la de Chava Flores, con la diferencia de que el compositor musical exaltó el alma pícara y jubilosa del mexicano, en tanto que la obra de este poeta flota siempre una especie de tristeza… si acaso por eso refleja con fidelidad el corazón nacional de su tiempo y de su espacio.
Carlos Rivas Larrauri falleció a los 44 años a causa de su adicción a la bebida. Lo encontraron muerto en una de las calles aledañas al mercado de San Juan. Esos rumbos que tanto frecuentaba.