Si Cuba tuvo su Ché Guevara, Estados Unidos su Malcolm X, Inglaterra su Robin Hood, México tenía que sobrepasarlos y se dio el lujo de tener, al mimso tiempo, dos héroes mítico-mágicos, una mezcla de bandidos y galanes de cine, ilógicos y valientes, temerarios y sentimentales, perfectamente imperfectos: Emiliano Zapata y Francisco Villa. Dejaré descansar por este momento al héroe morelense, mucho más serio, parco y terco, para centrarme en el hombre de Durango quien es, como pocos, un arquetipo nacional.
José Doroteo Arango Arámbula es un engrane de leyendas. Existen discrepancias sobre su lugar de nacimiento, su padre, su infancia y las razones de sus inicios violentos. Las leyendas lo vuelven un heroe infantil y un luchador por la honra de la familia, un general preciso y un militar exquisito, pero los soportes precisos son veleidosos, lo que lo hace aún más llamativo y más folclórico.
No me detendré en la parte conocida del «Centauro del Norte»: sus triunfos memorables y su firmeza en las batallas, sus derrotas y su muerte cosido a balazos en la ciudad que era su pequeño país particular, sino en la enorme complejidad de su carácter, capaz de tener a su lado al mismo tiempo al peor de los demonios, Rodolfo Fierro, “el carnicero”, y a un idealista romántico y disciplinado, Felipe Ángeles. Villa pareció ser todo: tórrido, romántico, impredecible, leal, explosivo, abstemio, se habla de que se casó 75 veces “por la ley”, aunque su bisnieta apenas pudo documentar 18; nuestro cine está en deuda con muchas de esas “mujeres de Villa” que podrían ser motivo de películas memorables. Se dice que las conocía en la mañana, las enamoraba para el medio día, se casaba con ellas en la tarde para llevarselas a la cama protegidas por todas las leyes para que ellas estuvieran más cooperativas, y a los dos días no recordaba ni su nombre aunque siempre apoyó a las que se acercaron pidiendo retribución por esos matrimonios express.
Tal vez el gobernador más impreparado de la historia (aunque haya muchos que le disputen este honor), Villa fue rechazado del panteón de los héroes nacionales durante más de veinte años, antes de exorcizar su perfil violento y ser elevado al paraíso cívico.
Sus anécdotas son muchísimas, en vida y tras su muerte. Era filmado entrando a todo galope a los pueblos y, si él no se sentía satisfecho, repetía la escena en diversas ocasiones, hasta que los camarógrafos tuvieran su mejor ángulo para volverlo famoso; héroe que podía llorar tras las batallas y a quien miles de soldados norteamericanos no pudieron encontrar en las montañas mexicanas, Villa le dio a la cultura nacional otro de esos extraños santos improvisados a los que se reza en el norte del país y que posee las mismas capacidades milagrosas que el curandero Niño Fidencio y el contrabandista Malverde, el santo de los narcos.
Si viviera hoy, Villa no sería metrosexual, sino gordito sexy, como Diego Rivera, y como el gran pintor aparecería en las revistas del corazón al lado de mujeres hermosas, ratificando que existen otros atributos interesantes para las mujeres, que van más allá de un cuerpo de gimnasio.
Como el Ché, Villa sigue cabalgando en sus mitos, aún más allá de nuestras fronteras y del increíble suceso de Columbus que, valga aclararlo, no fue la primera vez que un mexicano invadió territorio norteamericano, pero a la leyenda nada se le puede discutir. En 1970, el gran cantante Víctor Jara compuso el “Corrido de Pancho Villa”; existió un grupo de rock mexicano llamado La División del Norte; Paul Muldoon, poeta irlandés, escribió el poema “Lunch with Pancho Villa” (Almuerzo con Pancho Villa); el grupo francés Magazine 60 publicó en 1987 una canción llamada “Pancho Villa”; en 1995 el cantante country Steve Earle lanzó la canción “Mercenary song”, acerca de dos hombres de Georgia que van a México para unirse al ejército de Pancho Villa; en nuestro país ha habido historietas, obras de teatro, estereotipos villistas llenando las plazas nacionales. Fervor en todos lados.
Y Villa, eternamente incómodo para todos mientras estaba vivo, revivió en su muerte, como tantos otros, como Guevara y Robin Hood, hasta volverse el mio Cid del norte, el Quijote mexicano, el hombre que volverá cuando se requiera justicia.