La riqueza cultural de México se da, en gran medida, gracias a su diversidad de etnias, lenguas, ideologías y cosmovisiones. De acuerdo con la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, nuestro país cuenta actualmente con alrededor de 68 pueblos indígenas, que representan cerca de 11,132,562 habitantes; el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas ha registrado 11 familias lingüísticas y 364 variantes de las mismas. Ante estas cifras tan altas es innegable que la pluralidad cultural de México se debe, principalmente, a los pueblos y comunidades tanto indígenas como rurales que lo conforman. Sin embargo, cabe preguntarnos: ¿no han sido éstos a lo largo de la historia del país una civilización negada, como nombra a este sector Guillermo Bonfil Batalla en su libro México Profundo?
La realidad que este sector de la población ha vivido, desde tiempos de la Conquista, ha estado marcada por la extinción, la marginación y la segregación, así el dilema no resuelto en México es el que plantea la existencia de dos civilizaciones: la indígena y mestiza (de profundas raíces mesoamericanas) y la occidental (siempre aspirando a modelos extranjeros) en consecuencia “dos civilizaciones –afirma Bonfil Batalla– significan dos proyectos civilizatorios, dos modelos ideales de la sociedad a la que se aspira, dos futuros posibles diferentes”. La historia de México, entonces, es la historia del enfrentamiento constante entre estas dos visiones, pugna que se refleja en varios aspectos, uno de ellos la educación.
La educación escolarizada en nuestro país se remonta a los años posteriores de la Revolución. Como resultado de la lucha social que significó este movimiento, la educación rural fue una preocupación primordial para el Estado, pues la población en el México de ese entonces era predominantemente campesina con raíces indígenas. Ante esta necesidad, surgieron las escuelas rurales íntimamente ligadas –no podía ser de otra manera– a la vida agrícola de sus integrantes; así las normales rurales se crearon en conjunto con las escuelas centrales agrícolas, unión que tenía por objetivo formar tanto a maestros rurales como a técnicos agrícolas, resultando en 1931 la existencia de 16 escuelas para formar profesores rurales a lo largo de todo México, principalmente en Michoacán (considerado la cuna del normalismo) y Guerrero.
Las normales rurales fueron y son dirigidas para formar maestros, hijos únicamente de campesinos, que posteriormente llevarán sus enseñanzas a los poblados más recónditos y paupérrimos de nuestro país. Muchas de las normales, como la de Ayotzinapa, en Guerrero, por ejemplo, se apegan a un modelo tipo internado, en el que los alumnos (entre 15 y 18 años) viven dentro de las escuelas y mantienen un horario y estilo de vida de estricta disciplina. El día en una normal rural inicia a las seis de la mañana y termina alrededor de las diez de la noche. A lo largo de esta jornada los estudiantes realizan, además de las clases, actividades culturales, deportivas y de mantenimiento de la escuela, como limpiar y cocinar. Desde su fundación han sido una alternativa promisoria para prosperar las condiciones de pobreza a las cuales la gran mayoría de la población rural está destinada. No obstante, el panorama para los maestros rurales ha sido históricamente adverso, pues si en términos generales la docencia en México no es bien recompensada (en toda la expresión de la palabra), menos aún en pueblos campesinos, donde las limitantes son muchas.
Así, los normalistas viven en una constante lucha por mejorar sus condiciones personales, pero también de sus escuelas, exigiendo al Estado mayores y mejores recursos que van desde luz eléctrica, agua potable hasta libros y material de estudio, demandas ante las cuales las autoridades gubernamentales, desde los años cuarenta, han hecho oídos sordos, abandonando no sólo a estas instituciones educativas, sino a la población campesina y negando los ideales de la Revolución Mexicana que dieron origen a la democratización de la educación.
“los normalistas rurales, los campesinos, los indígenas son la pierna sin la cual no podríamos emprender la marcha por ningún camino”.
Guillermo Bonfil
Ante tal abandono, las voces de los normalistas han buscado ser escuchadas a través de manifestaciones, protestas y movimientos sociales, topándose de frente con la represión militar y policiaca. Cómo olvidar aquel año de 1969, cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz mandó cerrar 15 de las 29 normales rurales que existían en el país, por considerarlas “nidos de comunistas”. El mismo año, Ramón Bonfil, director de la SEP reprendió a los estudiantes de la normal de Ayotzinapa con suspenderles el alimento, luz y agua si los sorprendía agitando a la población. Éstos son algunos de los casos que evidencian la pugna de esos dos proyectos civilizatorios que al principio mencioné: mientras que el gran interés de las escuelas rurales es aspirar a condiciones económicas, sociales y políticas más justas e inclusivas, el Estado promueve reformas educativas, agrarias y hacendarias, en las que subyacen intereses empresariales y tecnócratas (impulsados por la idealización de modelos económicos extranjeros) que minan toda esperanza de desarrollo rural y niegan que México es esencialmente un país agrícola y campesino. Si la educación es la vía para cambiar la realidad de cualquier sociedad, la indiferencia, la discriminación, la represión y desaparición no sólo de estudiantes como de maestros, sino de todos los que forman la clase campesina e indígena mexicana, suponen un acto de ignominia para nuestro país. Por tanto, el primer paso para corregir esta realidad es reconocer que ellos, los normalistas rurales, los campesinos, los indígenas son como afirma Guillermo Bonfil: “la pierna sin la cual no podríamos emprender la marcha por ningún camino”.