Sobre Hernán Cortés, el capitán español que logró la conquista de México-Tenochtitlan, se cuentan hechos a secas, verdades exageradas y mentiras malintencionadas. Tal vez sea lógico. ¿Qué se puede decir de un hombre que es héroe y villano a la vez, según la óptica con que se le mire? Casi todos los españoles de su tiempo lo alabaron; casi todos los mexicanos desde entonces lo han repudiado.
De entre su leyenda negra retomo ahora dos sucesos que tienen que ver con fuego. El primero asegura que quemó sus embarcaciones para demostrarles a sus hombres que no había marcha atrás. El segundo, que le quemó los pies al último huey tlatoani de Tenochtitlan para obligarlo a revelar el paradero del mítico tesoro de Moctezuma. ¿Qué tan ciertos son estos sucesos?
Vayamos con el primero. En medio de la guerra contra los aguerridos y aparentemente invencibles mexicas, una buena cantidad de soldados españoles se sentían perdidos, por tanto, anhelaban regresar a Cuba y a la seguridad que la isla les brindaba. La leyenda asegura que, al enterarse de esto, Cortés habría incendiado sus embarcaciones. La razón era clara: esta guerra se trataba de vencer o morir. No existía otra alternativa. Huir, jamás.
Lo cierto es que Cortés se enteró de cierta conspiración en su contra. Sus soldados estaban temerosos, cansados, repletos de malos presagios. Por tanto, planeaban acudir con Diego Velázquez, enemigo de Cortés y recién nombrado adelantado en Yucatán. De la península partirían a Cuba y después a España para informarle al rey toda la situación.
Sabiendo todo esto, el conquistador, astutamente, inutilizó sus naves para evitar toda tentación: ordenó hundirlas luego de extraer las provisiones. Pero respetó una de ellas, para no quedar completamente incomunicado.
Las crónicas dicen que las “barrenó”, es decir, abrió agujeros en ellas. Algunas piezas fueron utilizadas para formar “vías de agua”, es decir, acueductos. Lo que es un hecho es que nunca “quemó sus naves”.
En sus cartas de relación, él mismo aclara lo sucedido: “los dichos navíos no estaban para navegar, los eché a la costa por donde todos perdieron la esperanza de salir a la tierra y yo hice mi camino más seguro”.
En cuanto a que ordenó quemarle los pies a Cuauhtémoc, es una verdad a medias.
El último huey tlatoani de Tenochtitlan asumió el cargo en 1520, justo un año antes de la caída de la ciudad. Luego de la muerte de Moctezuma, su hermano Cuitláhuac fue elegido gobernante. Sin embargo, su mandato duró sólo cinco meses, pues sucumbió ante la viruela, una enfermedad nueva en este continente y por tanto altamente mortal. A pesar de esto, el recuerdo de Cuitláhuac siguió vivo gracias a su valentía: él fue quien dirigió los ataques en contra de los españoles durante la noche triste.
Cuauhtémoc defendió la ciudad con valentía e hizo todo lo que estaba a su alcance por obtener la victoria. Cuando fue capturado, le pidió a Cortés que lo matara, pues, habiendo hecho todo lo posible, no fue suficiente. Pero lo mantuvieron con vida para aprovechar su influencia entre el pueblo: los españoles necesitaban de los indígenas para limpiar y reconstruir la urbe y qué mejor que fuera el propio tlatoani quien se los solicitara.
Cuatro años lo mantuvieron con vida. Mientras tanto, las sospechas de conspiraciones, el miedo y la codicia de los españoles iban en aumento constante. Para obtener información sobre el paradero de más riquezas, así como de las armas que les habían robado, los oficiales de la Real Hacienda, encabezados por el tesorero Julián de Alderete, sugirieron torturarlo. En realidad, Cortés no fue el autor intelectual, tampoco dio la orden, sólo lo consintió.
De este modo, Cuauhtémoc y Tetlepanquetzaltzin, señor de Tlacopan (hoy Tacuba), sufrieron el famoso y cruel tormento: sus pies y manos fueron impregnados con aceite y después puestos sobre el fuego.
La crónica de Bernal Díaz del Castillo asegura que Cuauhtémoc confesó que, cuatro días antes de ser capturado, arrojó el tesoro a la laguna junto con las armas robadas. Los conquistadores acudieron al lugar señalado y en una especie de alberca –localizada en la actual delegación de Azcapotzalco– encontraron todo tal y como el tlatoani les había indicado. Por cierto que se trataba de una cantidad muy pequeña de oro si se comparaba con las enormes cantidades que los españoles anhelaban, por lo que consideraron que Cuauhtémoc los había engañado y castigaron su traición.
El historiador Francisco López de Gómora, quien nunca pisó estas tierras y se limitó a escribir desde España, sostiene en su obra Historia de la conquista de México que el “señor” que acompañaba a Cuauhtémoc le rogó que lo dejara hablar y así terminar el tormento. El tlatoani, mirándolo con desprecio, sólo le preguntó: “si estaba él en algún deleite o baño”.
En cuanto a la versión que asegura que Cuauhtémoc preguntó: “¿acaso estoy yo en un lecho de rosas?”, proviene de la ficción. Nació en la novela Los mártires del Anáhuac, del escritor y político mexicano Eligio Ancona, quien la publicó en 1870.
Cuauhtémoc moriría ahorcado por orden de Hernán Cortés el 28 de febrero de 1525. El lugar, el actual estado de Tabasco. El cargo: conspiración.