El periodo de vida de José Guadalupe Posada, que nació en 1852 en Aguascalientes, a cinco añitos apenas de la histórica entrega de más de la mitad del territorio nacional en manos de los desteñidos, continúa con los calambres propinados por las Leyes de Reforma, la intervención francesa, las pretensiones republicanas de Juárez, la silla eterna de Díaz y el sonoro reclamo revolucionario de 1910. Tuvo la suerte de tomarse del brazo de la Catrina y abandonar la plaza antes del asesinato de Madero, pues entregó sus huesitos el 20 de enero de 1913.
A partir de 1871, bajo la tutela de su patrón y maestro, Trinidad Pedroza, Posada desplegó la destreza que lo singulariza en el arte de la litografía y el grabado, alrededor de una producción siempre febril de caricaturas y viñetas, tanto costumbristas como políticas y religiosas. A su llegada a la Ciudad de México, alrededor de 1887, su biografía no vuelve a ofrecer nota mayor que la de su delirante producción gráfica: cerca de 20,000 grabados, de los cuales se han logrado registrar 3,600 piezas, pues tratándose de impresiones destinadas al servicio de la vida cotidiana, su “consumo” es parte de su razón.
Posada trabajó en México durante 23 años con el editor Antonio Vanegas Arroyo, con quien mantuvo una alianza que le permitió dimensionar su talento. Colaboró en múltiples publicaciones produciendo imágenes que traslucen el talante y la poesía del pueblo mexicano. Su caricatura política llegó a ser imprescindible para la opinión pública, influyendo de manera determinante en la consciencia popular. Los trazos magistrales sazonaron las páginas de múltiples publicaciones como El Argos, El Morrongo, Satanás, El Hijo del Fandango.
Pero en el taller de don Antonio también se vendían oraciones, corridos, cuentos, adivinanzas, canciones, recetas, versos para payasos y las divertidas calaveras que tienen su origen en los epitafios de Jorge Manrique, en tiempos de la Colonia. Renacieron con el editor Ignacio Cumplido, pero fue el equipo de don Antonio quien las revitalizó. Desde 1887, Posada determinó la imagen de estas calaveras, hechas para los días de Todos los Santos y Fieles Difuntos. Son días en que no sólo los muertos se posesionan de sus casas y comen en el altar sus platillos predilectos; también los vivos salen en busca de los muertos, llenan los cementerios, saborean calaveras de azúcar, féretros de dulce, tibias y fémures de caramelo y se embriagan sobre las tumbas. En esos días, se paladea el sentido de lo sagrado, cortejando vivos y muertos en una misma dimensión.
Las calaveras de Posada retratan este instinto popular y su realidad sentimental y emotiva, por lo que no tienen sólo connotaciones críticas o satíricas, también son lisonjeras y festivas. El maestro vivía de la mano del diablo y la muerte, lo rondaban por igual milagros y maravillas, o borrachos, apuñalados, fusilados y todo género de víctimas y condenados de la tierra. Solía magnificar los hechos hasta la incongruencia fantástica. Devoto de la estructura de la narración oral, añadió a los hechos la imaginería popular e hizo del suceso un mito colectivo. Su iconografía es, entonces, voz viva del pueblo. Posada la hace taconear con intensidad en composiciones dinámicas, donde los elementos se organizan explosivamente a partir del centro hacia la periferia y retornando al punto de origen. Es el caso de La Catrina, bautizada así por Diego Rivera, aunque su nombre original es La Calavera Garbancera con que Posada hace alusión crítica a los garbanceros, indígenas que querían ser como los españoles. Rivera la pinta en el mural Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central y la presenta con el vestido francés reservado a las damas de la sociedad porfiriana.
El dibujo de Posada muestra sólo la cabeza y el busto de una calaca ensombrerada con flores y plumas, envuelta en la certeza de que ella es más que para siempre. La elegante calavera aparenta expresar el lado frívolo de la vida; se balancea entre la gracia y el absurdo de la realidad inexorable que parece anunciar, triunfante e imperiosa. El contraste tajante del blanco y negro en el rostro sonriente de la calavera, las breves líneas repetitivas ofreciendo el relieve de las formas y sus movimientos, invitan al festejo y la risotada, mientras no logran ocultar el vacío de sus cavernas oculares. Entendemos la intensidad del drama sin que la anécdota haga falta y las posibles interpretaciones se abren al gozo como al temor, con igual oportunidad. Estamos ante un prototipo y es por ello que sigue vigente. En ella, La Catrina, todos somos uno, tocamos tierra mientras sopeamos el pan de muertos en chocolate, o comulgamos en el azúcar de su colorido rigor.