Alejandro Galindo, uno de los directores claves de la llamada Época de Oro del cine mexicano, fue hasta sus últimos años, un hombre ingenioso y vivaz, cuyos ojos expresaban la tenacidad de aquel que se resistía a la erosión de la vejez. Tuve la suerte de conocerlo, allá por 1996, en una visita que le hice en su casa de la calle de Madrid, en Coyoacán, durante una serie de entrevistas que realicé para mi tesis de licenciatura. Su generosa personalidad, que en las fotografías de él a menudo coronaba una boina negra, eran un signo para entender la manera en que su vida y el cine eran las partes de un binomio indisoluble.
El aprendiz de ilusionista
Como sucedió con muchos niños de principios de siglo, Alejandro Galindo le brindó su devoción incondicional al cinematógrafo tan pronto lo cautivaron las imágenes en movimiento. Había nacido en Monterrey el 14 de enero de 1906 pero en su infancia emigró con su familia a la ciudad de México. En la capital presenció algunos de los rodajes que se realizaban en los Estudios México Films y, sin duda, esas primeras experiencias le despertaron la curiosidad por los secretos ocultos detrás de la pantalla blanca. Ese antecedente no pasó por alto cuando en su juventud decidió viajar a Hollywood y encontrar el modo de involucrarse en la producción cinematográfica. En ese periodo de aprendizaje, obtuvo las primeras bases para formarse como guionista y como realizador.
Tras su regresó al país, se ejercitó como escritor radiofónico y posteriormente incursionó en el naciente cine sonoro como argumentista y guionista en La isla maldita (Boris Maicon, 1934), El baúl macabro (Miguel Zacarías, 1936) y Ave sin rumbo (Robert O’Quigley, 1936).
En 1937, de la mano del actor y productor Raúl de Anda, realizó su primer largometraje, Almas valientes, una cinta de aventuras de ambiente rural con una notable influencia del western norteamericano. Esta película ya mostraba algunas de la cualidades que en el futuro perfeccionaría: pericia narrativa, diálogos ágiles y un uso de los recursos visuales que hacían lucir tanto a las acciones como a los escenarios. En lo sucesivo, Galindo experimentó con éxito distintos géneros, como el cine de gángsters en Mientras México duerme (1938); o la comedia en Ni sangre ni arena (1941), donde se ve a un Cantinflas en plenitud.
Un cineasta de su tiempo
El mejor cine de Alejandro Galindo no sólo es disfrutable por la autosuficiencia narrativa que le ha permitido crecer con el tiempo, sino también porque expresa el tránsito de México de lo rural a lo urbano, es decir, la sociedad postrevolucionaria aspirante a la modernidad. En ese periodo —finales de los cuarenta— la identificación entre el cine nacional y el público comenzaba a diluir el cuasi monopolio del sueño ranchero. El cine popular necesitaba nuevas respuestas, algunas ya insinuadas en los filmes de otros realizadores de la misma época.
Por su parte, Alejandro Galindo tuvo el acierto, al menos en sus obras maestras, de que sus relatos urbanos fueran menos complacientes con la idealización de la pobreza o con el status quo. En Campeón sin corona (1945) logró un retrato entrañable de un fracasado, un boxeador de barrio émulo del “Chango” Casanova, incapaz de administrar su éxito hasta que, arruinado por sus complejos, se desprende patéticamente de su aureola heroica. La estructura dramática está muy bien soportada en la creación de ambientes (los zafarranchos y alborotos populacheros) y también en unos diálogos fluidos y perspicaces.
Esas cualidades las refrendó en ¡Esquina… bajan! (1948) y su secuela Hay lugar para… dos (1948), sobre la historia de un chofer de autobús urbano cuya indocilidad, propia del macho que es, le crea conflictos con su sindicato y con su vida misma. Por encima del humor y la emotividad que flota en la superficie, el planteamiento es interesante en virtud de la ubicación social que le prodiga al protagonista, como miembro de una fuerza laboral organizada que en gran medida lo ampara para conducirlo hacia una felicidad personal y colectiva, que se supone relativa. Con estas tres cintas Galindo inició una armoniosa colaboración con el que sería su actor simbólico, David Silva, que se acompañaba del simpatiquísimo Fernando Soto “Mantequilla”.
En contraparte, Una familia de tantas es un melodrama contra el tradicional régimen de la familia pequeño burguesa, heredera de la moral porfiriana. El severo padre de la familia, interpretado magníficamente por don Fernando Soler, es sorprendido por un vendedor de electrodomésticos —Silva de nuevo— quien ha llevado a su casa el símbolo de los nuevos tiempos: una aspiradora. Con ese pequeño acto revolucionario el vendedor no sólo provoca la demolición de la anticuada moral familiar sino que, además, le arrebata al padre el amor de una de sus hijas. No es desdeñable lo divertido que resultan varias de sus situaciones, pero el eje del drama supone una lectura más audaz si se intenta ver con la lente de su época: el espinoso asunto de la rebelión a la figura paterna es matizada para comprenderla en nombre de la modernidad. Con esa justificación, Galindo la admite y la aprueba, aunque, curiosamente, en algunas cintas futuras censuraría la rebeldía juvenil, que vería ya como amenaza.
El largo viaje
En los años siguientes, don Alejandro pudo realizar algunas cintas muy relevantes, como Doña Perfecta (1950) que estelarizó una soberbia Dolores del Río; la comedia Dicen que soy comunista (1951), con Adalberto Martínez “Resortes” cuyo título da cuenta del tono de bromas que se gastaban a costa de los enredos cómico-políticos del protagonista; el melodrama Los Fernández de Peralvillo (1953), otra demostración de su capacidad de observador y cronista de los bajos fondos citadinos; Espaldas mojadas (1954) que fue una de las primeras en abordar los problemas de la frontera norte, y la cinta independiente La mente y el crimen (1961). Más tarde, intentaría recuperar el estilo que le hizo famoso, como en Ante el cadáver de un líder (1973), pero con resultados modestos que más bien ya acusaban su agotamiento.
La amplia filmografía de este notable realizador está compuesta por más de 70 películas filmadas entre 1937 y 1985. Su último proyecto fílmico, que acarició por largo tiempo y que a la fecha no ha sido estrenado, se basó en la vida del general Lázaro Cárdenas, personaje al que le tributaba su admiración. Podría decirse que a don Alejandro le ocurrió lo que al cine mexicano: de un inicio prometedor, pasó del esplendor creativo a un largo desvanecimiento. No obstante, sus valiosas aportaciones a la cinematografía nacional están determinadas por aquellas películas que, en su momento, concibió con su vigorosa sensibilidad y su refinada destreza.