Ahora que comienza septiembre, llamado “el Mes de la Patria”, es un deber cívico recordar a los héroes que lucharon en la guerra de Independencia: Hidalgo, Morelos, Allende y demás hombres y mujeres que todos conocemos. Sin embargo, existen decenas de personas que también dieron su vida por la causa de la libertad y a los cuales la historia no les ha hecho la suficiente justicia. Uno de ellos es un indio maya que lanzó un fuerte grito medio siglo antes de que lo hiciera el cura Hidalgo.
«Hijos míos muy amados: no sé qué esperáis para sacudirse el pesado yugo y servidumbre trabajosa en que os ha puesto la sujeción a los españoles…”.
Así comenzó su arenga pública un hombre llamado Jacinto Canek. Era el mes de noviembre de 1761 y su rebeldía lo condenó a morir, pero también inspiró a sus hermanos de raza a comenzar una valerosa, aunque corta lucha.
Jacinto Canek o Jacinto de los Santos nació en 1730 en el actual estado de Campeche. “Era maya, de raza pura”, dijeron los cronistas de la época. Lo cierto es que, desde niño, su carácter definiría su destino.
Fue formado por los franciscanos en el Convento Mayor de Mérida, de donde fue expulsado debido a su rebeldía. Entonces se dedicó a ganarse la vida como mejor pudo: con sudor. Gracias a esto, se empapó de la situación que vivían y sufrían los mayas en la entonces Capitanía General de Yucatán: injusticias, opresión, una esclavitud disfrazada y sumamente cruel. No pudo soportarlo y decidió abrir la boca.
Lo primero que hizo fue adoptar el sobrenombre Kaan Ek, que en lengua maya quiere decir serpiente negra o serpiente de la estrella. Éste era el título con el que se conocía a los gobernantes de los itzáes, quienes fueron el último pueblo maya en ser conquistado por los españoles. Su fiereza y su determinación los ayudaron a que, 150 años después de la caída de Tenochtitlan, ellos siguieran siendo libres.
Pues bien, ya transformado, Jacinto acudió a la iglesia de la comunidad de Cisteil. Era mediodía y las fiestas del lugar habían culminado. Entonces, parándose en un lugar visible para todos, comenzó a decir, con poderosa voz: «Hijos míos muy amados: no sé qué esperáis para sacudirse el pesado yugo y servidumbre trabajosa en que os ha puesto la sujeción a los españoles. Yo he caminado por toda la provincia y registrado todos sus pueblos, y considerando con atención qué utilidad o beneficio nos trae la sujeción de España […] no hallo otra cosa que una penosa […] servidumbre».
Estas palabras horrorizaron a los peninsulares, quienes ya de por sí vivían con miedo constante en aquella región del país, pero, en cambio, en los mayas encendieron algo que no pudo apagarse ya. Era el 19 o 20 de noviembre y justo entonces comenzó una breve revuelta que sería conocida como “La rebelión del brujo Jacinto Canek”.
Según las crónicas, durante la batalla murieron “numerosos” soldados del ejército español, así como vecinos europeos del lugar. Cisteil fue tomado por los mayas. Sin embargo, un fraile de nombre Miguel Ruela logró escapar y pidió ayuda en un poblado vecino. El capitán del lugar organizó una expedición para sofocar la rebelión, pero su orgullo le impidió tomar las precauciones necesarias: en cuanto llegaron a Cisteil fueron masacrados.
Ante estas noticias, el capitán José Crespo y Honorato, gobernador general de Yucatán, ordenó a su ejército dejar de lado la misericordia. El resultado fue simple: por el lado español hubo 40 bajas; por el lado maya, alrededor de 600. No obstante, 300 mayas, entre ellos Jacinto, lograron escapar y se refugiaron en la selva.
Esta victoria no duró mucho tiempo, sin embargo. Jacinto Canek fue apresado y conducido a Mérida junto con sus compañeros. Todos fueron enjuiciados por rebelión; él, además, por actos sacrílegos. Según testigos, cuya identidad nunca se conoció, Jacinto se apoderó de la indumentaria de una imagen de la Virgen para coronarse rey de los mayas. Nadie se tomó la molestia de verificar estos supuestos testimonios.
El 14 de diciembre, Jacinto recibió un castigo ejemplar y público: fue torturado con ganchos de metal al rojo vivo. Después quemaron su cadáver y arrojaron sus cenizas al aire. Ocho de sus principales compañeros fueron ahorcados dos días después, en tanto que otros 100 recibieron un castigo no menos cruel: 200 azotes, tras los cuales, les fue amputada la oreja derecha.
Luego de la ejecución, el pueblo entero fue arrasado e incendiado por las tropas virreinales. Cuando no quedaban más que cenizas, todo el lugar fue cubierto con sal «para perpetua memoria de su traición”.
Sin importar nada de esto, Jacinto Canek se convirtió en uno de los grandes precursores no sólo de la Independencia, sino de la Guerra de Castas, que comenzaría casi un siglo después, ya que sus hermanos mayas se aseguraron de que su nombre no fuera olvidado.