Actualmente se encuentra perfectamente protegida en la bóveda de seguridad del Archivo General de la Nación, sin embargo, durante décadas, nuestra Acta de Independencia –que hace las funciones de acta de nacimiento de nuestro país– se mantuvo en calidad de extraviada, y sólo la suerte y la generosidad lograron traerla de regreso. ¿Cómo sucedió esto?
El Acta de Independencia del Imperio Mexicano, como es su nombre oficial, fue redactada en Palacio Nacional el 28 de septiembre de 1821 por Juan José Espinosa de los Monteros, quien fungía como secretario de la Suprema Junta Provisional Gubernativa, primer ente de gobierno del México independiente.
Espinosa de los Monteros redactó en su forma final y transcribió dos ejemplares del Acta. De ellos, uno se destinó al gobierno y el otro a la Junta. Poco después, este último fue enviado a la Cámara de Diputados, donde fue expuesto. Los asistentes podían acercarse y leer con emoción las palabras que sentencian: “La Nación Mexicana que, por trescientos años, ni ha tenido voluntad propia, ni libre uso de la voz, sale hoy de la opresión en que ha vivido…”.
Pues bien, este segundo ejemplar permaneció en el salón de sesiones hasta que fue destruido en 1909, cuando un incendio devastó el recinto.
La copia restante no había corrido con mejor suerte. Oficialmente le pertenecía a la Regencia del Imperio y permanecía en Palacio Nacional. Sin embargo, fue robada en 1830 y vendida a un coleccionista privado. Lucas Alamán denunció el hecho: “Fue vendida por un empleado infiel a un viajero curioso, dando a parar en Francia”. El propio Alamán intentó recuperarla varias e infructuosas veces. Incluso ofreció fuertes cantidades de dinero, que no lograron su objetivo.
Curiosamente, quien la recobró fue un cuestionado extranjero que, a pesar de sus orígenes y de la manera en la que se asentó en nuestro país, mostró siempre un gran amor por esta tierra: Maximiliano de Habsburgo.
Se desconoce cómo la localizó y la forma en que la adquirió, pero durante sus años como emperador, el Acta regresó a suelo mexicano. Por desgracia, luego de su fusilamiento, su confesor, un tal Agustín Fischer, sacó el Acta del país y no se supo nada de ella durante algunos años.
Reapareció luego de algún tiempo en la biblioteca de un anticuario español de nombre Gabriel Sánchez. Para entonces, el Acta mostraba en su parte posterior una serie de sellos que daban cuenta de sus múltiples dueños. Luego de algunos años, Sánchez le vendió el Acta a un mexicano muy particular: Joaquín García Icazbalceta, un sabio historiador, escritor y bibliófilo que pertenecía a la Academia Mexicana de la Lengua. Su amor por este país era cosa por todos conocida. Prueba de ello eran sus muchas publicaciones en las que exaltaba la memoria nacional.
Una vez en manos de Icazbalceta, el Acta finalmente había regresado a su lugar de origen, al menos por un tiempo. Sucede que el buen historiador la conservó y se la heredó a su hijo, Luis García Pimentel, quien no desmereció el obsequio, pues fue, al igual que su padre, un hombre con profundo amor por el pasado. Entre sus múltiples ocupaciones, fue miembro de la Real Academia de la Historia de Madrid y de la Sociedad de Geografía y Americanistas de París. Por estas razones, no solía residir en México; el Acta de Independencia, desde luego, se encontraba con él.
Fue hasta 1947 cuando, por alguna razón que se desconoce, el historiador contactó a uno de sus amigos mexicanos que también tenía su residencia en Francia. Se trató de Florencio Gavito Bustillo, un industrial poblano que poseía una enorme colección de libros. Luis García Pimentel le tenía una tentadora oferta: deseaba venderle el Acta de Independencia.
El precio fue de diez mil pesos, aunque, con el tiempo, se especuló que debió ser mucho más. Gavito recibió el documento enrollado y dentro de un maltratado tubo de acero inoxidable. Años después, y enfermo de leucemia, el industrial regresó al país con la intención de regalarle el Acta al pueblo mexicano, pero falleció en el intento. Su testamento, no obstante, no dejaba lugar a dudas: el Acta debía ser devuelta.
Cumpliendo con la voluntad de su difunto esposo, su viuda contactó al presidente Adolfo López Mateos. Luego de realizarse los estudios de rigor y de constatarse su autenticidad, los periódicos dieron cuenta del hecho histórico: el acta de nacimiento de la nación mexicana estaba finalmente de regreso.
El mandatario ordenó que se exhibiera en el Castillo de Chapultepec y así se hizo. Se calcula que en ese lugar permaneció cerca de dos años, cuando desapareció ante la indiferencia de todos.
Un buen día, durante el sexenio de Vicente Fox, el nieto de Florencio Gavito se dio a la tarea de rastrearla. La versión oficial era la misma una y otra vez: el Acta se quemó en 1909. No existía manera de saber nada de ella. Luego de años de insistencia, y ya durante la administración de Felipe Calderón, recibió una feliz llamada: el Acta se encontraba en el Palacio de Lecumberri, sede del Archivo General de la Nación. La versión oficial había cambiado: el Acta se extravió en los años sesenta y apareció traspapelada en una de las bóvedas.
De este modo, y después de casi 200 años, finalmente se conoció con certeza el lugar donde se encuentra el Acta de Independencia del Imperio Mexicano.