La vida no hay que tomársela tan en serio. Y eso lo sabía Juan Rulfo. Pues nunca consideró la escritura como un trabajo profesional. Escribía por gusto y a ratos. Tampoco era cuestión de tiempo, él encontraba la ocasión menos propicia para hacer de una hoja de papel, un bosquejo lleno de letras.
Juan Nepomuceno Pérez Rulfo Vizcaíno comenzó por entender su entorno para convertirse en un artista. No en un intelectual, como muchos lo clasificaban. Asombraba con su prosa tan inyectada de imaginación y tan despojada de adornos. Era, en esencia, un escritor gigantesco de una calidad inmejorable.
Su legado literario aparecería lo mismo en libros, que en cartas de amor. Tal como sucedió en la llantera Goodrich Euzkadi, donde trabajo de 1946 a 1952. Allí narraría sus planes más ambiciosos. Desde proyectos intelectuales y excursiones, hasta actividades culturales y toma de fotografías. Basta con leer las cartas –enviadas desde octubre de 1944 hasta diciembre de 1950– a Clara Angelina Aparicio Reyes, quien fuera novia, y años más tarde, esposa de Rulfo. En ellas, la prosa y el desencanto ante la rutina cautivarían a aquella joven de 16 años, quien le pidió tres de espera antes del inicio de un noviazgo formal. Avezado en su cotidianidad, Juan Rulfo narraría sus días en una fábrica que ilustra “llena de humo y de olor a hule crudo”.
P.D. «Esta carta no te la iba a mandar por lo triste que está. Pero debido a que otras dos que había hecho también eran igual de tristes, opté, para no tardarme más en escribirte, por enviártela tal como estaba. Te recomiendo que no me hagas mucho caso, pues soy amante de quejarme».
-Tu muchacho
Una faceta por demás interesante del autor fue, precisamente, la del amor. El sentimiento que lo refugiaría a partir de los 27 años, luego de ser golpeado por la orfandad y sus días en una correccional de Guadalajara. Solitario y atormentado por los fantasmas que lo inmortalizaron, Rulfo mostró sus emociones más íntimas que constituyeron un testimonio literario.
Digna de una novela, la colección de cartas que, más tarde publicarían bajo el nombre de “Aire de las colinas”, revelan al muchacho triste con deseos de escribir su máxima novela, cobijado en la añoranza por la mujer que ama.
La vida no hay que tomársela tan en serio. Y eso lo sabía Juan Rulfo. Pues nunca consideró la escritura como un trabajo profesional. Sin embargo, en sus líneas tenues escritas en cartas empedernidas, se distingue la imagen de un escritor distinto. Aquél que triunfó a contracorriente, recordándonos el extremo de la experiencia humana: la muerte.
Al final de cuentas, todos nos convertimos en fantasmas. Recuerdos de quienes aún viven. Para siempre.